Grijalva se sorprendió hondamente al observar la arquitectura. Sobre todo, al descubrir una especie de cruz hecha de piedra y, más aún, que fuera objeto de adoración. Al respecto, don Antonio de Saavedra Guzmán, en El peregrino indiano (Madrid, 1599), consignó estos versos cuya grafía me permito actualizar:
“Tienen allí la cruz y la adoraban
Con gran veneración y reverencia,
Dios de lluvias continuo la llamaban,
Y estaba en un gran templo de abstinencia:
Todos muy de ordinario la estimaban
Con gran solicitud y continencia.”
Era la ceiba, el árbol sagrado de los mayas. Si habían llegado el 3 de mayo, día de la Santa Cruz, la adoración indígena de ésta, de piedra, le hizo ver a los españoles, fantasiosamente, continuidad con su España cristiana, y así Grijalva dijo que estas tierras eran la “Nueva España”. Y Cozumel en particular, la Santa Cruz.
Tres días después se animaron a escalar la pirámide. Grijalva tomó el estandarte español de manos del alférez y en la cumbre lo insertó en uno de los ángulos. También entró un sacerdote y dos indígenas más resguardaron la puerta de la capilla. Era un anciano que traía cortados los dedos de los pies y que empezó a incensar a sus ídolos al tiempo que entonaba un grave canto. Enseguida dieron al capitán y los suyos una pipa para que fumaran tabaco, hábito sorprendente para los castellanos y que les era desconocido. Los indios bajaron y Grijalva y su gente arreglaron la capilla lo mejor que pudieron para decir una misa, la primera celebrada en la tierra descubierta.